miércoles, 22 de diciembre de 2010

Epílogo

Pasado un tiempo y debido a algunos temas internos, pasé por un episodio de depresión y retrocedí en las mejoras. Esta depresión es típica del Parkinson. Me fui en picada y de nuevo los síntomas aparecieron, incluso con más fuerza que antes.

En lo único en lo que no retrocedí fue en algo que no había estado previsto: se me redujeron las dioptrías. Esto no se los había contado, pero luego de ese primer implante, se redujo la medida de mis anteojos. Ese fue un beneficio colateral inesperado y que fue una sorpresa para todos. Además un fenomeno rarísimo. Hasta el oculista se admiró por eso.

Opté entonces por hacerme un segundo transplante. A insistencia de mi amigo Manolón, que en un chifa (que es como llamamos en el Perú a la comida china) me dijo que yo no merecía ser el muerto más rico del cementerio, ni el zombie más adinerado del barrio, que lo que tenía lo debía gastar en mí.

Fue tanta su insistencia que, antes de terminar el almuerzo, llamé al doctor Augusto. No tenía nada de ganas de repetir lo que había pasado antes del primer implante, del cual ya habían pasado tres años y medio. Le dije al doctor Augusto: me operas mañana.

Eso fue un jueves. Me operé el lunes inmediato siguiente, con todo éxito y fortuna. Ha pasado poco más de un mes.

Si bien los cambios todavía no son los esperados, estoy sintiéndome mejor muy poco a poco, al contrario de la vez pasada. Lento pero seguro. Estoy haciendo rehabilitación física y me va muy bien. Aunque los síntomas no han pasado, vivo con la esperanza de que algún día podré vencer a mi amigo el Parkinson.

Estoy preparándome para una nueva intervención, un procedimiento diferente. Pero esto será dentro de un tiempo. También estoy poniendo todo de mi parte para mejorar durante el proceso. Ahora puedo decir que me considero un hombre feliz.

Aquí termino la serie 'Cyrano al desnudo'. Ahora me siento libre de continuar con mis relatos de la vida diaria.

Gracias a todos los que se interesaron en mi historia.

Que pasen una FELIZ NAVIDAD.

lunes, 20 de diciembre de 2010

Continuación

...como por arte de magia me levanté de la cama y de un salto, como años antes, entré al baño, me duché, me lavé los dientes, me afeité. Todo solo, sin ningún tipo de ayuda. Parecía un sueño, parecía que el Parkinson no lo hubiera tenido jamás.

A las dos horas estaba caminando solo. Los médicos estuvieron sorprendidos con la reacción. Hasta el doctor Augusto, que fue a visitarme con el director de la clínica y otros médicos, me dijo que esa no era una reacción usual, pues se supone que la recuperación es lenta y mi reacción a la operación no se había visto en ningún paciente. Era tan fuera de lo común que acordamos que me quedara una noche más en la clínica para ver qué sucedía.

Al día siguiente, hubo muchas más mejorías. Así que me mandaron a casita. Total, el parkinsoniano que había entrado en silla de ruedas salió caminando con paso firme y seguro.

El procedimiento del implante no puedo revelarlo pues, a mi modo de ver, sería una falta ética. Si creo poder decirles que consta de una primera parte, que es cuando entras a la sala: te ponen en una camilla boca abajo, te aplican un poco de anestesia local y te extraen tu buen poco de sangre de la médula ósea. Luego de unos 45 minutos, vas a un lugar donde estás tendido por unas horas hasta que pasas a la sala donde te espera lo bueno.

Esta vez estás boca arriba y te trasplantan tus propias células madre. Las tuyas. Las de ningún otro ser vivo en el mundo. Que se entienda bien este punto cuya historia más contada entre los fabuladores de otros lugares, es que las células son de fetos abortados vendidos al mejor postor. Por lo menos esto no sucede en el instituto que tan eficientemente dirige el doctor Augusto, lugar donde me hice el trasplante.

Aquí tengo que hacer un aparte y mencionar al equipo que colabora con el fuera de serie que es el doctor Augusto: los doctores Raúl, Carlos, Antonio, médicos que ponen todo lo suyo para que las cosas salgan bien. Al lado de ellos existe un equipo administrativo compuesto por Ana Rosa, y otros colaboradores más que hacen que el instituto tenga un sabor a familia, calidez, un estado de paz, armonía y eficiencia pocas veces vistos en este tipo de centros.

A los tres días montaba bicicleta, comía y cortaba la carne sin ningun tipo de auxilio, solo. En fin, era un muchacho de 25 años, retomé el frontón y daba caminatas de hasta quince cuadras y manejaba mi auto. Me sentía como nuevo.

Pasé un buen tiempo en esta especie de resurreción, pero...

Hasta la proxima entrega.

lunes, 6 de diciembre de 2010

Decisión tomada

... y pasó el tiempo. Mucho tiempo, en el que fui objeto de burlas, bromas pesadas y demás. No quiero dejar de mencionar que, sin olvidar las bromas pesadas, la gente me trataba muy bien en general.
Eso si, nunca vi una cara de lástima, ni entre los que me ayudaban ni entre los otros. Gaby y Manolón, mis eternos amigos, se dedicaron, y se dedican, a estar a mi lado en todo momento y a apoyarme en los asuntos más difíciles y en los más fáciles. Eso no quiere decir que, como los tres tenemos un genio digno de Hércules, no haya trifulcas entre nosotros. Es más, son para grabarlas. Pero siempre terminan con una conciliadora empanada o un almuerzo de comida china (que en el Perú llamamos chifa). O con un heladito, para mí sin azúcar, por favor.
A pesar de todo, continuaba trabajando. Y es que ser abogado y ejercer la profesión es para mí fundamentalmente un apostolado. Además el trabajo me entretenía y me hacía olvidar la situación por la que estaba pasando. Pero no detenía los síntomas, que empeoraban cada día.
Una noche del mes de abril de 2007, recibí una llamada. Era el doctor Augusto, quien me dijo que se había enterado de mi situación y que me invitaba a hacerme un implante de células madre al cerebro. Con ese implante mejoraría muchos de los síntomas del Parkinson.
Debo confesar que me tuvo que convencer para que yo pudiera aceptar su propuesta. Le dije con toda honestidad que yo no creía en la mejora que me traería el referido implante de células madre. Pero más pudo su capacidad de persuasión, y amparándose en la amistad que nos unía desde el colegio me dijo: a mis pacientes les recomiendo el implante. A ti, como amigo, te lo ordeno. Además, te lo voy a hacer yo.
Esas palabras fueron tan apachurrantes para mí que terminé aceptando someterme a su tratamiento, a pesar de que no le tenía mucha fe. A quien si le tenía fe era al doctor Augusto.
Hasta que finalmente llegó el día. No tenía el miedo que me habían dado los exámenes anteriores. Esta vez estaba lleno de esperanza, rodeado de mi madre, Gaby, mi hijo Paulo, Manolón, Iris y otras dos personas más.
Luego del implante me quedé internado en una clínica, donde pasé una buena noche. A la mañana siguiente desperté y...
Hasta el próximo post.

viernes, 3 de diciembre de 2010

Una cobarde idea

...depresión, angustia, miedo. Un profundo hueco en el que, si no frenas la caída a tiempo simplemente te mueres. No puedes ni respirar ante tal situación en que deseas desesperadamente dejar de vivir.

No salía a la calle por vergüenza. Llega el momento en que no te puedes duchar, no puedes lavarte las manos, los dientes. No puedes vestirte solo por el temblor que se apodera de ti. No puedes comer, ni siquiera puedes hacer las cosas más sencillas. Una micrografía te atraviesa las manos. Es decir, tu letra es cada día más pequeña. Te vuelves un inútil frente a la computadora. Te quedas pegado a las letras y escribes más o menos asiiiiiiiiiiiii. Entonces el tiemppppppoooooooo en el teclado essssssssssss eterno pueues tienes que esccribir y borrar lA S LEATRAS. NO CONTROLASel tecado. Es así como escribo hasta ahora, por eso es que tengo que pasarme horas corrigiendo. La falta de control en las manos es fatal. Un día, y esto es para reírse a mares, me clavé el helado en la oreja ante la vista de los clientes de la heladería....

Hasta que llega la idea, la fatal idea, la que crees que te liberará de tanto tormento: la autoeliminación. Pero, vamos, sin eufemismos: el suicidio.

EL PLAN

Como soy diabético y me pongo insulina en la mañana y en la noche, concebí el plan que yo creí perfecto para matarme sin pasar por la vergüenza ante los demás, sobre todo mis hijos. Porque fracamente ya estaba cansado. Muy cansado por todo y por las burlas de gente sin escrúpulos a quienes de hecho no les importaba por lo que estaba pasando. Algunos y algunas muy cercanos a mí pensaban (y me lo decían) que yo estaba inventando los síntomas para atraer la atención. Como si yo fuera tan idiota de llegar al punto de provocar mis propias caídas, de hacer que otro me diera de comer y de dejar que un tercero se encargara de mi higiene personal, entre otras cosas, solamente para llamar la atención.

Esta situación se convirtió también en una verdadera tortura sicológica.

El plan era el siguiente: ponerme una superdosis de insulina y así producirme una hipoglucemia de la que no me sacaba nadie. Fue entonces que un día tomé la jeringa y le puse 100 unidades del líquido en mención. Cuando llego la hora de administrármela, de un momento a otro me volvió la cordura. Pensé en las consecuencias que esta cobarde actitud ocasionaría y, en una reacción llena de rabia, tiré la jeringa lo más lejos posible, con lo que alejé la idea de la muerte como solución a mi desesperación.

Ahí fue que me di cuenta de que tenía que aceptar mi situación y, dentro de ella, reconciliarme con la vida. Para eso me esperaban tiempos muy difíciles, pero que ahora, vistos a la distancia, valieron la pena.

Hasta el próximo post.