Lo maravilloso de Chamberí era que estaba ubicado frente al mar. ¿Se imaginan ustedes por un frente cientos de hectáreas de uva y algodón y por el otro, el Océano Pacífico? Montábamos a caballo más o menos una docena de "primos". A mí siempre me daban uno que se llamaba Emir.
Íbamos con la ropa de baño puesta, porque cabalgábamos a la orilla del mar y nos mojábamos con las salpicaduras que caían aleatoriamente con el paso de los caballos. Era la sensación más agradable que se pueden imaginar: chispas de agua de mar cayendo sobre nuestros cuerpos, consecuencia de los galopes de los caballos. Ahí no era como en Lima, chicos y chicas íbamos juntos. En Lima íbamos separados, nosotros por un lado, en lo nuestro, y ellas por otro, en lo suyo.
Como no llegaba la señal del único canal que se veía en Lima, no había televisión. Por lo tanto, en la noche jugábamos, entre otras cosas, a la botella borracha, esperando el beso de la chica que más nos gustaba. O sino, nos íbamos a la ciudad, a la Plaza de Armas, que era el punto de encuentro a partir de las 6 de la tarde. Ahí estábamos, ataviados con nuestras mejores fachas, dando vueltas como trompo alrededor de la glorieta que ahí había.
Los carnavales eran divertidísimos. Siempre hombres contra mujeres. Terminábamos mojados de arriba a abajo, teñidos de harina y betún de zapatos. Todo mientras una banda de músicos animaba el ambiente. Por las noches, los desfiles de disfraces eran la ocasión para los concursos entre las familias. Aquí la cosa se ponía más seria, pues eran los padres los que también competían en el concurso de disfraces.
Acá me tienen, con un disfraz hecho por mi padre, en una vieja casona chinchana, listo para salir al desfile de disfraces a la Plaza de Armas. Foto de mi archivo personal. |