Ayer pasaste a mejor vida, mi muy querido amigo Jorge.
Recuerdo el día que te conocí. Don Gonzalo, el primer Fiscal de la Nación, me mandó llamar a su oficina. La Fiscalía de la Nación ocupaba el cuarto de uno de los sótanos del Centro Cívico de Lima. Cuando entré a la oficina de don Gonzalo, vi que a su lado había un joven al que no conocía. El Fiscal nos dijo a ambos que tomáramos asiento y, dirigiéndose a mí, dijo: "Eduardo, este joven estudia Derecho y quiero encargártelo porque va a trabajar con nosotros. Específicamente, tú vas a ser su jefe".
En ese entonces, éramos siete en la Fiscalía. El joven recién llegado fue el octavo. Corrían los primeros años de la década de los 80.
"Muy bien, don Gonzalo", fue mi respuesta. Entonces me dirigí al joven, que supe que se llamaba Jorge, y le dije que me acompañara a mi oficina y que le enseñaría su escritorio.
Desde ese día, Jorge me acompañó como mi secretario. El destino hizo que nos hiciéramos muy amigos.
Eran los primeros tiempos de la Fiscalía de la Nación, que se creó con la Constitución de 1979, donde el Fiscal de la Nación era también Defensor del Pueblo y Presidente del Consejo Nacional de la Magistratura. Tres cargos importantísimos en una sola persona. Quiero mencionar que el Perú salía de una dictadura militar de 12 años, con todo lo que eso conlleva. A mi vez, yo desempeñaba el cargo Secrtetario General del Consejo Nacional de la Magistratura, organismo descentralizado que dependía admnistrativamente de la Fiscalía de la Nación. Todo bien establecido en el papel, pero la realidad era totalmente distinta.
Un día, Jorge me dijo: "doctor, no tenemos máquina de escribir". Era verdad: no había máquina de escribir (así, en singular), papel, útiles de escritorio, pues el amarrete del entonces Ministro de Economía no había querido abrir el pliego presupuestal que correspondía a las tres entidades. Mi respuesta a Jorge fue: "vamos por una".
Nos dirigimos en mi auto a la sede de un ministerio de cuyo nombre me acuerdo pero que prefiero no mencionar en aras de mi seguridad. Entramos raudamente a una oficina y nos birlamos olímpicamente la primera máquina de escribir que vimos. Felizmente era una máquina eléctrica, de bolita. Modernísima la máquina en cuestión.
Nunca le dijimos a don Gonzalo de dónde había salido LA máquina. Pero a Jorge y a mí nos felicitaron por haber conseguido tan rápidamente el primer artículo del inventario de la Fiscalía de la Nación. De secretario y amigo, Jorge pasó a ser además secuaz.
Tiempo después, ya con el pliego abierto, se iniciaron la búsqueda de local para las oficinas, las convocatorias a las licitaciones para adquirir los bienes necesarios, y Jorge siempre estaba conmigo. Cada vez nuestra confianza era mayor. Viajamos juntos por todo el Perú por razones de trabajo.
Juntos también con el Fiscal de la Nación, Alberto y Pedro Antonio, instituimos la Policía del Ministerio Público, encargada de apoyar a la Fiscalía de la Nación en la persecución de narcotraficantes y terroristas. En alguna ocasión, nos vimos inmersos en uno de esos operativos, pistola en mano, y valientemente Jorge estuvo a mi lado.
Así pasaron algunos años. Jorge era muy hábil en su trabajo, pero no se atrevía a presentarse al examen de grado para optar por el título de abogado, algo que quizá nos pase a todos los profesionales licenciados. Así que lo llamé a mi oficina y le dije "te voy a dar un mes de vacaciones". Al ver su cara de alegría, le espeté: "No, no, no te alegres tan rápido. Cuando cruces de nuevo por esa puerta, quiero que tengas tu título de abogado en la mano. Si no es así, sería bueno que empezaras a buscar otro sitio para trabajar".
De esa manera fue como Jorge se hizo abogado.
Quiso el destino que mi senda profesional se desarrollara por otros rumbos. Salí de mi puesto en la Fiscalía de la Nación. Jorge se quedó haciendo carrera hasta llegar a ser Fiscal Superior Adjunto Supremo.
Ayer te fuiste, mi querido amigo. Te fuiste joven y rápido. Estuve con todos los tuyos, arrastrando una pena enorme debido a tu partida. Pero todos sabemos que solamente te has adelantado a lo que nos sucederá a todos un día. En estos momentos cargo una pena terrible, aunque me consuela saber que ahora estás en un lugar mejor. Solamente te queda esperarnos.
¡Hasta siempre, Jorge!